domingo, 15 de marzo de 2015

Semen y blasfemias.

-¡Eh, tú! ¡sí, tú! ¡No vuelvas por aquí! ¡La próxima vez no pienso llamar a las autoridades sino que te meteré la biblia por el culo! ¡Hijo de puta!- Dijo el cura del monasterio mientras yo salía corriendo con la cabeza agachada y el pene medio erecto.

Desde que ese obeso mórbido, discípulo de la muerte y pregonero de las palabras de Cristo me gritó esas palabras, tardé cuatro horas en llegar a las manos de Satanás. Os cuento:

Soy un chico cualquiera, quizá un poco mal criado, con poca educación y poca personalidad. Mantengo mi niñez aunque ya debería portarme como un hombre. Llevo la cabeza rapada para no contagiarme de piojos y pulgas pero me dejo los huevos sin depilar para contrastar el frío. Me gano la vida con el trapicheo. Vivo en las afueras de la ciudad. En un barrio marginal según los periodistas que narran en las noticias los asesinatos y violaciones que suceden por aquí diariamente.
Mi padre está zumbado. Desde que le operaron de algo que no me importa tengo un padre que necesita una camisa de fuerza y paredes acolchadas. Mi madre es mi madre y no voy a caracterizarla porque ella no tiene la culpa de que yo le reventase la vulva pariendo y luego la haya arruinado la vida. Pero diré que la odio por haberme gestado sin haber pensado en abortar.
Tengo un gato, con el único que hablo sin subir el volumen. Y a veces hasta le abrazo. Nunca he abrazado a nadie y nadie ha intentado abrazarme.

A medio kilometro de mi casa, un día cualquiera, como todos los días, descubrí un monasterio mientras me alejaba de casa por una discusión que llego a las manos y a los cuchillos con el intubado, con mi padre. Le llamo así porque vive en una habitación, rodeado de cables y tubos que le mantienen vivo.

Me acerqué a aquel edificio tan grande y tan lujoso. La puerta con retoques de oro daría de comer a mi familia dos años. Pero para qué jugármela vendiendo oro robado de un Dios que pienso que puede llegar a existir y que  puede hacer caer su ira sobre mí, si ni siquiera quiero dar de comer a mi familia. Ni ni siquiera quiero a mi familia.

Me asomé a uno de los grandes ventanales y vi unas doscientas monjas agachadas rezando. Todas tendrían más de 45 años y veías o intuías debajo de esos grandes atuendos sus carnes flácidas y repulsivas. Pero de pronto me fijé en una diferente. Aunque era difícil darse cuenta, había diferencias entre las demás y ella. Existía. Estaba ahí. Había algo que hacía que no dejase de mirar.
Ella parecía la única menor de los 45 años, no tenía arrugas ni parecía sudorosa por la menopausia.
Tenía una vocación superior, rezaba con los ojos casi ensangretados llamando a su Dios.

Y a partir de ahí, empezó mi camino al infierno.

Iba todos los días a asomarme a la misma ventana, y siempre estaba ella ahí, con su atuendo más ceñido que las demás y más provocativa. O a lo mejor simplemente lo veía yo de ese modo tan asqueroso. A lo mejor eran mis ansias de hacerla impura. Mis ganas de condenarla a las llamas eternas.

Un día, mientrás estaba allí, mirando como movía los labios acompasados rezando, empecé a excitarme más de lo normal. Y la ví desnuda en mi mundo. La soñaba. Soñaba con joderle la vida.

Otro día más adelante, comprendí que nunca se fijaría en alguien como yo, y menos si se diese cuenta de que la observo a diario. Asique cuando llegué al ventanal, ésta vez empezé a mastubarme mientras ella seguía moviendo los labios. Estaba tan deprimido. Era sólo ella la que me daba un poco de ganas de vivir. Solamente me despertaba para ir todas las tardes a intentar ver su pelo o una peca en el cuello.

Al final me masturbé tres veces esa tarde.
Y sonreí cuatro.

Al día siguiente de nuevo. Y al siguiente... otra vez.

Cuando llevaba dos meses llevando a cabo, ahora, mi cometido en la vida -despertarme, ir al monasterio y eyacular- noté que el infierno empezaba a quemarme. Dios se acercaba y quería condenarme. Y digo esto porque mientras intentaba eyacular y por fin me corrí, el semen se estampó contra el cristal y solté un gemido con un toque de ''me he metido en un lío de los que no se sale''. Todas las monjas volvieron su cabeza y soltaron estruendos e improperios por la boca.
Llamarón a Satanás y a todos los ángeles.
Me guardé la polla en los pantalones.

Observé como el motivo de esa blanca corrida quedaba más muda que nunca.

Salí corriendo.

Llegué a casa, maté a mi padre desconectándole y miré por primera vez en mucho tiempo a los ojos a mi madre.

Besé al gato y me huí a dormir.

Al día siguiente volví y allí me esperaba un cura tan gordo que no podía concentrarme en otra cosa que en sus lorzas. Él dijo esas palabras que antes o hice saber y cuando terminó, me corté el cuello con la navaja que solía defenderme.

Supongo que Dios tiene semen en la barba.

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